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Alfredo Ceverino: La poesía de lo cotidiano

Alfredo Ceverino: La poesía de lo cotidiano

Alfredo Ceverino, como todo buen romántico, se dirige a los sentimientos y procede en forma intuitiva, con espontaneidad, sin bocetos, sin saber siquiera qué personaje o qué situación surgirá de la línea o de la mancha que casualmente ponga sobre el soporte.

En cada tela está la emoción que le producen los seres sencillos, la vida diaria y el color del suburbio, que él interpreta desde la perspectiva poética. Los personajes existen o existieron. Los rescata desde el recuerdo y siempre prevalece la pintura como lenguaje. Por eso, aunque se trate de personas comunes o populares, la representación ceveriniana no es mayoritariamente accesible: exige un ojo ejercitado, como el arte de este siglo.

Su obra -que continúa en nuestra provincia el movimiento neofigurativo- se ubica en la primera fila de la pintura argentina y se reconoce por el modo particular de dividir el espacio, planimétrico, integrado cada elemento en una totalidad sin fisuras y por la entonación cromática, vívida, palpitante, tímbrica.

La resolución virtual, fruto de una técnica admirable, lo exime del uso del "collage" como de otros recursos: le basta con la sola pintura y le hace rendir todas sus posibilidades, asombrosamente, en matices y sutilezas.

Se sirve -en una personalización que le otorga una impronta inconfundible- de los arabescos al modo de Matisse, de la síntesis del cubismo sin encerronas geométricas, del colorido de los "fauves", de la fuerza ética del expresionismo y de la energía libertaria del informalismo, conciliando figuración y abstracción en inagotables variaciones y con una continuidad estilística que tiene al ser humano como protagonista.

Todo está en primer plano porque la obra en sí misma es el personaje. Cada parte del fondo, a veces un segundo plano, un corte horizontal o una minúscula zona tridimensional, se aleja o adelanta en un intrincado entrecruzamiento con las figuras, como si cada aspecto fuera sustantivo, produciendo un algo misterioso que embelesa al espectador.

Su figuración es una pura fantasía que nos enseña que el mundo imaginario tiene una belleza desenfadada de legítimo regocijo, con coros polifónicos, carruajes que vuelan por el cielo, cuerpos dinámicos, serpentinas multicolores, caravanas del mundo onírico, farolitos de ternura y luces titilantes. Mientras más se mira, más parece hecho de la materia de los sueños, que es ingrávida, y como se trata de un universo poético, todo es permitido a condición de que sus sacerdotes rindan culto a la belleza.

Ironía y humor, humor e ironía. Música y literatura recordadas y homenajeadas desde el corazón. Ecos de algunas composiciones de Stravinsky y Richard Strauss y similitudes espirituales con Francois Villon y Nicolás Guillén.

Si alguna característica diferencia a aquel Ceverino que exponía individualmente en 1973, del que vemos ahora, reside en un afianzamiento del estilo, buscado con perseverancia y coherencia y en los últimos años en haber acentuado el color y dar más rienda a signos y gestos. Todo es una prolongación inagotable en sus variaciones de ese espíritu fellinesco cimentado en la fantasía, en tomar la vida en clave de comedia, con una alegría de vivir de contagiosa intensidad.